No sé a vos, pero a mí el día que voy a volar el despertador biológico me suena antes que el del celular. Ya desde el día anterior, cuando armo la valija y chequeo tener todo lo que necesito (documentos, pasajes, check in, etc) me invade una adrenalina sana, positiva, que me revitaliza y me llena de energía para lo que vendrá. Así que el día del vuelo de partida hacia esas vacaciones soñadas es, en sí mismo, un día vigorizante.
Un desayuno rápido mientras pedimos un Cabify, una repasada al itinerario y ya estamos en modo Mendoza. Si, Mendoza. Ese oasis plantado al pie de la montaña. Mendoza, la tierra del buen sol y del buen vino. Y por supuesto de la buena gente, esos buenos amigos que el vino te regala para siempre.
Un lugar en el mundo
La hospitalidad de los mendocinos tiene fama mundial. Desde el remisero que te espera en el aeropuerto hasta el bodeguero que te recibe en su bodega, todos se alegran de verte, agradecidos de que los visites, siempre regalándote una sonrisa.
Los mendocinos son, desde la mirada del turista, las personas más felices del mundo. ¡Y no es para menos! Tienen bellísimos paisajes, sol todo el año y unos vinos increíbles… ¿Acaso no es suficiente para ser feliz? Sus hombres y mujeres son fuertes, emprendedores, de mirada pacífica pero firme. Definitivamente, Mendoza tiene todo para ser el mejor lugar para vivir.
Todo esto voy pensando en el viaje hacia el aeropuerto: en Mendoza, en su gente y en lo que vamos a vivir los próximos días. Mendoza nos espera a mí y a mis amigos. Porque pocas cosas te brindan más felicidad que viajar con amigos y ni te cuento si ellos comparten tu misma pasión por el vino. Eso es garantía de una experiencia inolvidable.
Los amigos
En el aeropuerto ya están ellos, los amigos con los que emprenderemos por segundo año consecutivo esta aventura. Raúl, el seductor de parrillas, un implacable asador amante de los cuchillos, la buena música y dueño de un humor sarcástico que te arranca carcajadas. Gaby, el armenio cantor de tangos, silencioso poeta que se ilumina cuando tiene un buen vino en su copa. Eduardo, el polaco, un bon vivant gran conocedor del mundo del vino que siempre tiene la palabra precisa. Y Lukasz, un polaco de verdad recién llegado desde Varsovia que vino sólo para compartir este viaje y que es sobrino de Eduardo, claro.
Con algunos de ellos nos vemos prácticamente todas las semanas, con otros ocasionalmente y con Lukasz tan sólo una vez al año. Pero al reencontrarnos es como si nos hubiéramos visto todos los días. Los chistes salen rápido, la complicidad está intacta… todo está listo para pasarla bien.
En las valijas llevamos lo mínimo indispensable como para viajar livianos… y vodka (polaco, por supuesto) como regalo de agradecimiento para aquellos que nos recibirán.
Volar
Si hay algo que nunca quiero perder es mi capacidad de asombro antes las pequeñas cosas, como por ejemplo, volar. Volar es una experiencia fantástica, un ejemplo de superación del ser humano. Meter a una multitud dentro de un aparato que pesa varias toneladas, lanzarlo al aire y lograr que se sostenga… ¡Y QUE VUELE! Es maravilloso. Me encanta volar.
Así que ahí vamos, desde el Aeroparque Jorge Newbery hacia el Aeropuesto Internacional Gobernador Francisco Gabrielli (el abuelo del flaco Gabrielli) de Mendoza. Dos horitas de viaje y estaremos en tierra mendocina.
La ciudad nos despide bostezando, como esas novias que saben que en ese beso de despedida hay una promesa de reencuentro. Los edificios emblemáticos sobresalen del resto mientras el avión levanta vuelo. Ahí están las torres de Puerto Madero, aquella es la 9 de Julio, ese es el Riachuelo. La inmensidad del cielo azul se abraza en el horizonte con el Rio de la Plata.
Ya estamos en el aire. Ya las nubes son un colchón por el que nos deslizamos suavemente. Mirándola desde la ventanilla del avión, no caben dudas de que la tierra es redonda.
Y finalmente llegamos a Mendoza. Nos espera una semana con amigos, conduciendo por rutas y caminos de ripio, recorriendo bodegas, caminando entre viñedos, conociendo gente maravillosa, admirando los paisajes, visitando amigos. Mendoza nos recibe soleada, sonriente, con los brazos abiertos y las copas llenas.
Soy feliz, y eso para mí, ES VOLAR.