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Un Nido para el dolce far niente

Los italianos tienen una expresión que me encanta: «Dolce far niente». Sería algo así como «la dulce sensación de no hacer nada», o sea, el ocio por el ocio mismo. Qué difícil que es lograr eso en nuestra vida cotidiana. El ritmo frenético y sin pausa de las grandes ciudades no es el mejor aliado para el disfrute. Queda realmente poco espacio para el dolce far niente.

El Nido Treehouses nació con ese concepto de disfrutar el hecho de no hacer nada. Sólo estar rodeado del silencio, de la paz que genera el campo y ver cómo el tiempo pasa. A lo sumo leer un libro, remojar los pies en el tanque australiano o caminar. Se llama El Nido Treehouses, pero bien podría haberse llamado «Dolce Far Niente».

Ubicado a menos de 10 kms del centro de Colonia del Sacramento (Uruguay), El Nido Treehouses es el último emprendimiento del siempre inquieto Martín Rosberg. Luego de liderar proyectos gastronómicos y hoteleros por todo el Viejo Mundo y de revolucionar la hotelería porteña con Fierro Hotel, Martín y familia se instalaron en Uruguay para desarrollar El Nido Treehouses. Desde entonces, cientos de turistas de todo el mundo llegan hasta allí vía Airbnb para vivir una experiencia única.

Llegar a El Nido es encontrarte con Beefie y Negroni, dos perrazos tan grandes como amables. Beefie es un labrador negro azabache, tan negro y suave como Platero. Tiene la mirada dulce entrenada para pedir mimos y le encantan los abrazos. Negroni es más atorrante. Parece un ovejero alemán pero no lo es y su bravura es pura apariencia. Los sonidos que emite a modo de conversación cuando le hablás demuestran todo lo contrario.

Detrás de los perros vienen Martín y Carolina. Una trae una canasta repleta de víveres que serán muy útiles en los próximos días para cocinar cosas básicas: arroz, fideos, aceite, salsas envasadas y más. El otro trae una bandeja muy parecida a esas que usaban los buscadores de oro como zaranda pero en su interior tiene algo más valioso que el oro: tres panes (uno de campo, otro de nueces y almendras y el tercero de masa madre), un queso camembert y un frasco con dulce de higos. Todo elaborado por Martín para el disfrute de sus huéspedes.

Luego de los saludos y las presentaciones nos acompañaron al que sería nuestro hogar en los próximos tres días. Una increíble cabaña construida toda en madera entre los árboles del bosque y a tres metros de altura.

La cabaña tiene todo lo necesario como para dedicarte sólo a disfrutar. La cama es cómoda, de esas que uno no resiste la tentación de tirarse ni bien la ves. En el desayunador hay copas y una botella de un joven cabernet franc uruguayo. Cuenta Martín que buscó y buscó hasta dar con el vino ideal para sus huéspedes. En los estantes, lo indispensable: yerba, azúcar y café. La cocina está muy bien equipada con pava y horno eléctrico con anafes, tostadora, heladera, cubiertos, vajilla, etc. El baño es confortable y el agua de la ducha sale perfecta. Completan el mobiliario una mesita rústica con dos sillas y dos hermosos sillones de madera ubicados en el corredor externo que invitan a sentarse a contemplar la nada misma.

¿Tiene WIFI? Por supuesto, y uno buenísimo: pero la clave te da tal sensación de culpa que ni lo usás (acordate lo que te digo).

Ya instalados, nos fuimos a caminar por las calles rurales de ripio rumbo a la playa La Arenisca, ubicada a tan sólo 3 kms de El Nido. Llegamos y la vista privilegiada del Río de la Plata es espectacular. La arena limpia, la vista de los edificios de Buenos Aires recortados en el horizonte, el silencio y las ganas de tirarse contra un viejo tronco a leer y dormitar, acunados por el suave murmullo del oleaje que viene y que va sin interrupciones. El atardecer nos regaló un sol en llamas que se hundía en el horizonte. Era la hora de regresar. Una luna llena blanca y un sinfín de estrellas iluminaban el camino hacia El Nido.

Luego de un reparador descanso, la mañana llegó con los gritos de los teros que nos invitaban a levantarnos. Abrir la ventana y encontrarte con la vista de los viñedos de Tannat que pocos días antes habían cosechado los vecinos fue el marco perfecto para tomar unos buenos mates acompañados por el tesoro que contenía la bandeja que nos habían dejado el día anterior.

En esos tres días tuvimos la suerte de compartir varios momentos con Carolina y Martín. Las charlas, las risas, la rica comida y los buenos vinos nos permitieron generar cercanía y buena onda. Pudimos acceder a una cuota de esa intimidad familiar que tan bien resguardan y así conocimos a sus hijos Luka y Federico, personajes tan queribles como sus padres.

Playa, lectura, remojar los pies en la pileta, siestas interminables y largas noches a la luz de la luna es todo lo que necesitábamos para recargar las pilas para un año que aparenta ser tanto o más duro que el que se fue.

Costó el regreso. Llegamos a Buenos Aires cuando la ciudad estaba dormida. En pocas horas más, la bestia despertaría con su vorágine habitual, acelerando el ritmo de quienes la caminamos a diario.

Por suerte, a pocos kilómetros de la rutina y el stress de la gran ciudad, existe un Nido escondido entre los árboles al que siempre podemos regresar.

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