«Los vinos blancos argentinos no envejecen bien». Muchas veces escuché esta afirmación. La repetían consumidores, periodistas especializados, críticos internacionales y hasta algunos enólogos. Al punto tal que en mi cabeza se convirtió en un axioma, una verdad indiscutible que no permitía refutación. Y yo mismo lo afirmé, claro. «Los vinos blancos argentinos no envejecen bien». Pero como todo en la vida, el tiempo va acomodando las cosas y esas verdades sin fundamentos se van cayendo una a una por su propio peso.
En mi caso particular, el disparador fue una visita a la Pirámide de Catena Zapata. Recuerdo que en aquella ocasión, luego de recorrer y probar mil cosas con Neti Bajda y Luis Reginato, me dijeron: —¿qué más te gustaría probar? –. Eso y que el Diego me invite a jugar a la pelota con él era exactamente lo mismo. —Algún blanco viejo, ¿puede ser? –, les dije. Y fue como frotar la lámpara de Aladino y que Nesti, sin el traje de genio, pero como si lo fuera, apareciera con los brazos cargados de esos vinos blancos de la bodega que ya son parte de la historia grande de nuestra vitivinicultura.
Esa tarde, gracias a algunos Chardonnay de los ’90, un par de Saint Felicien increíbles y hasta la primera cosecha de White Bones, descubrí un mundo nuevo: el de los vinos blancos de guarda. Me enamoré de esas notas a frutos secos, almendras y nueces, a miel y manteca, esas texturas delicadas que imprime el roble a lo largo del tiempo. Ese día entendí que no existen las verdades reveladas, que todo «depende», como les gusta decir a los viticultores, y que los vinos blancos argentinos, en ciertas condiciones, pueden envejecer muy bien.
Hasta aquí, todo me hacía pensar que para poder guardar vinos blancos era fundamental que hayan tenido crianza en barrica. Leyendo y consultando, todas las fuentes me indicaban esto como una condición sine qua non. Hasta que me crucé con un Montesco Agua de Roca 2011 de Matías Michelini. Ese Sauvignon Blanc de Gualtallary, de cosecha muy temprana, sin crianza en barrica y con una acidez irreverente y disruptiva, rompió el molde de mis creencias para demostrarme que los vinos blancos sin paso por madera podían apoyarse en una gran acidez para proyectarse en el tiempo.
Este descubrimiento me llevó a aprovechar cada oportunidad que se me presentó de tomar blanquitos que peinaran canas. Empecé a guardar más vinos blancos en mi cava y a armar verticales, como aquella recordada de Caelum Gran Reserva Fiano de las cosechas 13 al 18 que hicimos en la Cueva de Musu. Y aún conservo intacta, esperando la ocasión, la de Blanchard y Lurton Grand Vin desde la primera cosecha hasta la actual.
Y en ese devenir de olvidarme joyitas en la cava es que apareció este vino. El último de los blancos que me voló la cabeza y que me llevó a escribir esta nota.
Vinos blancos argentinos: Chaman Gewürztraminer 2016
La ocasión lo pedía: reunión con amigos, charcutería, quesos y pollo al curry. Buscando un rico blanco que acompañara esos sabores me crucé con este Chaman Gewürztraminer 2016. Un vino que fue parte del porfolio del proyecto familiar que llevan adelante los hermanos Luis y Pepe Reginato tan sólo un par de años. Si mal no recuerdo, la 2016 fue la primera cosecha y luego sólo salió en 2017. Recuerdo haber comprado varias botellas cuando salió y que estaba tan rico que la mayoría de ellas volaron en poco tiempo.
Elaborado por Luis Reginato con uvas de Los Chacayes, Valle de Uco, cosechadas bien temprano, con bajo alcohol y gran acidez. Las uvas se maceraron en prensa con sus pieles unas cuatro horas y fermentaron en pileta de cemento a muy baja temperatura. Luego de la fermentación, el vino quedó en pileta con sus borras unos cuatro meses mientras iba ganando en textura. Pasado el invierno y luego de asentarse las borras, se lo clarificó y continuó durante un año su crianza en cemento para finalmente ser embotellado. No tuvo paso por barrica.
Al consultarle a Luis, me explicó que con ese proceso oxidativo apuntó a que el vino se oxidara todo lo que se tuviera que oxidar previo al embotellado, para que lo que llegara a la botella ya fuera un vino estable y con proyección de guarda. Hoy las nuevas modas dirían que es prácticamente un naranjo. Un vino exótico que nació de una cosecha, la 2016, muy particular. De esas que marcaron un antes y un después en la vitivinicultura mendocina.
De aquellas primeras jóvenes botellas lo recuerdo como un vino súper interesante y delicioso, delicado en nariz, floral, con una fruta blanca predominante, bajo alcohol, buen peso en boca y una acidez refrescante.
Esta última botella disfrutada seis años después, me habló de un vino fuera de serie, maravillosamente envejecido.
Con un color ámbar brillante, los aromas tardaron un poco en aparecer, y ahí recordé que en aquel entonces Luis recomendaba decantarlo antes de servir. Cuando afloraron, fue una fiesta para los sentidos.
Primero aparecieron las notas de tisana y cedrón. Luego, las nuevas capas dejaron a su paso aromas a cáscaras de cítricos en infusión y melaza. Y finalmente, algo de frutas blancas de carozo, de nísperos maduros de la infancia robados de los frutales del jardín del vecino y cuaresmillos en almíbar de mi abuela Coca.
El recorrido por el paladar me invitó a cerrar los ojos y sentir. Delicado y sensual, con miles de sutilezas en las texturas y los sabores que van in crescendo para finalizar a toda orquesta, eterno y triunfal, repitiendo en el retrogusto las hierbas aromáticas y las frutas blancas.
Hacía tiempo que no me emocionaba tanto con un vino. Y no por falta de ocasiones y de emociones, sino porque lo que este Chamán me regaló fue, sencillamente, extraordinario.
La buena noticia es que Luis me confirmó que volvió a elaborarlo en 2021 y que pronto estará a la venta. Y revisando la cava, descubrí que aún me queda una botella de la 2017, que seguramente abriré dentro de un largo tiempo, tal vez cuando se cumplan 10 años de su cosecha.
Conclusión: los vinos blancos argentinos SÍ envejecen bien. Ya no existen vestigios de aquel axioma repetido hasta el cansancio. Fue derrumbado a fuerza de grandes vinos como este Chaman Gewürztraminer 2016, de los hermanos Luis y Pepe Reginato. SALÚ.