Un recorrido emocional y genuino por la historia del vino argentino: de los primeros pioneros y las bodegas legendarias a los pequeños productores que sostienen, hace generaciones, el alma de nuestra Bebida Nacional.
El vino argentino es, desde siempre, un lugar de encuentro. Un puente. Una mesa larga donde se sientan generaciones enteras: los que llegaron en barco sin saber si volvían, los que nacieron entre acequias y surcos, los que descubrieron en la copa un modo de contarse la vida. El vino nos une porque guarda algo que nos es familiar: la mezcla justa entre esfuerzo, emoción, paisaje y memoria.
Cada botella que abrimos es mucho más que un conjunto de uvas fermentadas. Es un gesto. Un ritual. Un momento donde el tiempo afloja y las historias aparecen solas. En cada brindis hay una mano que trabajó la tierra, una familia que apostó por un sueño, un terroir que se expresa y una identidad que se reafirma. Por eso, celebrar el vino argentino es celebrar quiénes somos. Es mirarnos en una copa y reconocernos: diversos, tercos, apasionados, resilientes. Un país que, incluso en su complejidad, siempre encuentra motivos para acercarse, compartir y brindar.
Una aventura maravillosa
La historia del vino argentino es mucho más que la cronología de una industria. Es una ruta llena de viajes, decisiones valientes, inmigrantes que apostaron todo, visionarios que soñaron más lejos que su época y pequeñas manos que siguen trabajando la tierra con la misma fe de siempre. La historia del vino argentino es una aventura maravillosa.
Desde las primeras viñas que llegaron con los misioneros españoles hasta los oasis cuyanos, la vid empezó a entender este país a su manera. Pero hubo momentos que marcaron un antes y un después. Uno de ellos fue a mediados del siglo XIX, cuando el entonces Gobernador de Mendoza, Domingo Faustino Sarmiento, convocó al ingeniero agrónomo francés Michel Aimé Pouget para crear en la Quinta Agronómica de Mendoza un vivero con cepas europeas. Entre ellas, claro, viajaba el Malbec. Ese gesto —aparentemente simple— torció la historia.
Mientras tanto, en el norte, una figura merece un lugar enorme: Ascensión Isasmendi de Dávalos, la célebre Doña Ascensión. Fundadora de la histórica finca Colomé, importó esquejes de Malbec y Cabernet Sauvignon desde Europa y los plantó en los Valles Calchaquíes, donde las alturas, más que un escenario, son una prueba. Su valentía encendió la primera chispa del vino de altura argentino, mucho antes de que el mundo supiera que ahí, en ese paisaje extremo, el vino podía volverse inolvidable.
A fines del siglo XIX, llegó otro capítulo decisivo: los inmigrantes italianos que se establecieron en Mendoza con más sueños que certezas. Se afincaron en hectáreas de tierra casi virgen, construyeron acequias, trajeron técnicas, recetas e intuiciones. De ese esfuerzo nació el vino cotidiano, el que se servía en pingüino y acompañaba la mesa de nuestros abuelos.

Con el ferrocarril, el vino empezó a viajar: de los toneles a los trenes, del interior a las grandes ciudades, del granel a la damajuana. Era un vino simple y noble, muy distinto al que hoy celebramos, pero igual de nuestro. Hasta los años ’90, lo que dominaba era el vino blanco y de volumen. Otro país, otra forma de beber.
Y entonces llegó la revolución.
La revolución del Malbec
A partir de los ’90, el país encontró en esa cepa su voz más clara. Y esa transformación no se entiende sin los nombres propios que sentaron las bases de la vitivinicultura moderna: Raúl de la Mota, Ricardo Santos, Nicolás Catena, Jorge Riccitelli y Ángel Mendoza, entre otros. Ellos fueron los pioneros del varietal y de la calidad y apostaron al Malbec cuando otros querían abandonarlo.
Y por supuesto, no podemos dejar de mencionar entre ellos a Michel Rolland, que con su asesoramiento sumó la mirada internacional y tuvo un papel preponderante en el nuevo estilo que el vino argentino necesitaba para su proyección global.
Hoy, según el Instituto Nacional de Vitivinicultura, Argentina cuenta con más de 200.000 hectáreas de vid distribuidas en más de 22.000 viñedos que habitan 19 provincias. Mendoza es el corazón, sí, pero no está sola: San Juan, Salta, La Rioja, Neuquén, Río Negro, Córdoba y hasta zonas emergentes se suman a una diversidad que nos llena de orgullo. El siglo XXI trajo la búsqueda del terroir, la precisión enológica, la revalorización de cepas olvidadas, los vinos de altura, los suelos calcáreos, las regiones extremas.
Y con eso llegó también el reconocimiento: puntajes perfectos, medallas, presencia en las mejores cartas del mundo. El vino argentino dejó de pedir permiso. Empezó a brillar por derecho propio.
Los verdaderos héroes

Pero esta historia —toda esta historia— no existiría sin ellos: Los pequeños productores.
Los que trabajan una finca de una o dos hectáreas, que podan al amanecer, que miran el cielo con respeto, que cuidan cada brote como si fuera un milagro que vuelve a empezar. Hombres y mujeres que no salen en tapas de revistas ni recibe premios internacionales, pero que sostienen las raíces de todo esto.
Este homenaje, en el Día del Vino Argentino, es para quienes hicieron grande a nuestra Bebida Nacional. Para los pioneros y para los que siguen, día tras día, cuidando la tierra.
Por ellos.
Por nosotros.
Por el vino que fuimos, el que somos y el que vamos a ser.
Al Gran Vino Argentino… ¡SALÚ!
