Al sol aún le quedan un par de horas de sueño pero la bicicleta no sabe de horarios. Avanza con su andar firme por el sendero improvisado al costado de la acequia. A su paso, la escarcha de la madrugada se parte en mil pedazos y su crujido parece el desprendimiento de un glaciar amplificado por el frío silencio otoñal.
El invierno está cerca y el viajero lo sabe. En unos días tendrá que lidiar con la primera nevada y sus pesados guantes resbalarán sobre el hierro mojado de las manivelas. Pero ya habrá tiempo para eso. Hoy es otra su preocupación: la lluvia de la madrugada aceleró la caída de las hojas y hay que limpiar el canal para evitar que la compuerta se tape cuando llegue el agua.
El protagonista de nuestra historia vivió muchas mañanas como esa. Levantándose con la fresca, apurando un café caliente preparado por su fiel compañera, trepaba a su bicicleta rumbo a alguna compuerta para realizar el trabajo de tomero. Esta es la historia de Don Cacho, viticultor y tomero de Costa de Araujo.
Don Cacho tiene manos de oficio, de trabajo. Sus manos tienen tantos surcos como la tierra que trabajó. Parco, de pocas palabras y carácter fuerte, se expresa sólo lo justo y necesario. Su andar tranquilo pero firme habla de un hombre de trabajo, de esos que no esquivan el esfuerzo físico.
La historia de Don Cacho está atravesada por el agua y el campo, las compuertas y los surcos, las acequias y los viñedos.
Roberto Giangiulio, más conocido como Don Cacho, nació en Mendoza hace 74 años. Descendiente de italianos, sus abuelos llegaron desde la Toscana y se instalaron en Costa de Araujo, municipio de Lavalle en la zona norte del oasis del río Mendoza, para hacer lo que mejor sabían hacer: trabajar la tierra. Usaron sus artes y oficios de viticultura para armar fincas, plantar, hacer barbechos y producir sus propias plantas.
Eran épocas en las que los inmigrantes se ayudaban entre sí. Si uno estaba atrasado con la poda ahí estaban los otros para darle una mano y los domingos compartían largas mesas en la que todos eran parte de una sola familia aunque no lo fueran. En ese entorno nació y se crió el pequeño Roberto, el tercero de cinco hermanos. Rodeado de familiares propios y ajenos y mamando la cultura del trabajo y la solidaridad.
El padre de Don Cacho era contratista de una finca de 30 hectáreas. El contratista es aquel que trabaja la finca de un tercero, carga con todo el trabajo a cambio de un sueldo mínimo que cubre los aportes y un porcentaje de la producción.
Cuando terminó la escuela primaria, Don Cacho comenzó a trabajar junto a su padre y con él y su abuelo aprendió el arte plantar, podar, injertar y regar.
«Mi padre aprendió el oficio de mi abuelo, luego me lo transmitió a mí y tiempo después pude enseñárselo a mi hijo Adán. Haberle transmitido este oficio a mi hijo me llena de orgullo».
El joven Roberto fue creciendo y en sus tiempos de descanso frecuentaba un almacén de ramos generales ubicado en la Bajada de los Araujo, un lugar cercano al Canal Costa de Araujo en el cual se vendía yerba suelta, harina, herramientas y vino casero, así como también se podía comer un puchero, jugar a las cartas y hospedarse en alguna de las habitaciones que había para los viajantes. En ese lugar conoció a Mercedes Araujo, la hija del almacenero que ayudaba a su madre en la atención del boliche. Y se enamoró para toda la vida.
Al poco tiempo se casaron y luego de pasar por varios trabajos menores, a los 24 años empezó a trabajar como ayudante de tomero en una acequia.
Don Cacho el tomero
El tomero es el responsable de administrar el agua para riego. A partir de un complejo sistema de compuertas que se abren y cierran, distribuye el agua en función de los turnos de riego que cada propiedad tiene asignado. El agua baja de las montañas por el río Mendoza y recorre canales, hijuelas y acequias hasta llegar a los surcos de los cultivos. Cada uno tiene su tomero.
«Es como si fuera un gran torrente sanguíneo, como si la montaña fuera el corazón que a través de sus venas lleva la sangre hasta los vasos capilares», ejemplifica Don Cacho y concluye: «El agua es la sangre que da vida a la tierra».
En el pasado, el tomero no recibía sueldo y era elegido por los propios vecinos por su honorabilidad. «Es un trabajo de una responsabilidad muy grande porque de la distribución del agua depende la producción de mucha gente. Mendoza es un desierto y sin agua es imposible cultivar», puntualiza Don Cacho. A su vez, requiere de una gran ecuanimidad e imparcialidad para no privilegiar a unos sobre otros. El tomero tiene que ser una persona fundamentalmente honesta y justa. Así es Don Cacho.
El derecho a riego es la cantidad de agua que le corresponde a cada finca y depende de las hectáreas que tiene la propiedad. En función de esto, el tomero realiza los cálculos de distribución para entregar el agua y cumplir con ese derecho a riego. Esa cantidad de agua varía de un turno a otro según cómo venga el río. El tomero da aviso a las fincas cuándo y por cuánto tiempo será el siguiente turno.
A pesar de haber hecho sólo el primario, Don Cacho es una persona muy inteligente. Esos cálculos que hoy se hacen por computadora, él los hacía mentalmente basándose en su experiencia. Ese conocimiento se adquiere cuando se trabaja con pasión y amor por lo que uno hace.
Con los años fue asumiendo mayores responsabilidades hasta llegar a ser el responsable de la distribución del último tramo del río Mendoza que es el Canal San Martín, alimentando de agua a todos los canales de San Martin y Lavalle.
Ese canal tal vez sea el más difícil de administrar, debido a la extensión de la zona a regar y también por ser prácticamente un desierto. Cuando en Lujan de Cuyo las fincas reciben agua todas las semanas, en Lavalle el agua llega cada 20 días o un mes. Por eso el manejo del agua para el riego es muy especial.
Si bien su vida como tomero ya es cosa del pasado, aún hoy cuando cruza una acequia o pasa cerca de una compuerta siente nostalgia: «Conozco cada acequia, cada canal, las hectáreas que riega… y desde que me jubilé, nunca más volví al Canal San Martín. Me da mucha tristeza», cuenta emocionado.
En 42 años de trabajo presentó parte de enfermo una sola vez. Con lluvia, granizo, con frío, resfriado, con fiebre, en Navidad, en los cumpleaños de sus hijos, siempre Don Cacho se subía a su bicicleta y cumplía con su trabajo.
«El trabajo del riego requiere de muchos sacrificios», remarca Don Cacho. «Me iba en bicicleta y esperaba a que el agua bajara por el río, a veces toda la noche con un fueguito para el frío. Cuando llegaba, empezaba el trabajo de distribuir: abrir una compuerta y pedalear hasta la siguiente acompañando el agua, así hasta completar los turnos».
A Don Cacho le encanta la bicicleta. Solía recorrer los 200 kms desde Araujo hasta la Difunta Correa para despejarse. La bicicleta también ha sido su compañera en esos recorridos de entregar el agua a todas las fincas que dependían de su trabajo para regar.
«Tengo mil anécdotas con la bicicleta. Una noche bien oscura iba sin linterna y había un burro durmiendo a la sombra de unos álamos. No lo ví, lo atropellé y volé por encima del pobre burro! Pegó semejante bufido ese animal que todavía me dura el susto!», cuenta y se ríe Don Cacho.
Don Cacho el viticultor
Debido a que el trabajo de tomero respondía a los turnos de agua que se alternaban cada cuatro o cinco días, Don Cacho aprovechaba esos intervalos para continuar con su trabajo de viticultor. Primero en la finca familiar, luego en su propio contrato, hasta que un buen día pudo comprarse su propia finca justo enfrente de la de su padre. Un pequeño pedazo de tierra de apenas dos hectáreas para cultivar.
La vida del viticultor es muy sacrificada y repleta de vicisitudes. A los vaivenes de la economía, el bajísimo precio al que se vende la uva y los altos costos de los insumos se le suma la imprevisibilidad de la Naturaleza con sus sequías, heladas y granizo.
Porque así como es fundamental para la vida, el agua también puede destruir el trabajo de todo un año: «El primer año de casados llevaba por contrato la propiedad de mi padre. Era febrero y habíamos terminado los trabajos de ese día. No alcancé a desatar los caballos que se vino una manga de granizo que destruyó todo. No nos quedó ni un grano de uva. En ese instante en que perdiste en pocos minutos el trabajo de todo un año sentís tanta impotencia que querés largar todo… pero seguís adelante, porque otra no queda».
Don Cacho y Doña Mencha tuvieron tres hijos. Adán, el del medio, siguió sus pasos como viticultor. Aunque esa no fue su idea inicial, ya que Adán creció con esa realidad: «Durante mucho tiempo estuve enojado con la industria porque desde niño la viví siempre del lado del productor. Y el productor siempre fue explotado. Verlo a mi viejo llorar, con la viña destruida por el granizo y sin saber cómo íbamos a vivir todo ese año es muy duro. Por eso dije que iba a vivir de cualquier cosa menos de la viticultura. Así y todo, nunca dejé de ayudarlo».
Con el viñedo como patio natural de la casa, siempre había algo por hacer. Y Don Cacho encontró el camino para que, de a poco y con el tiempo, Adán fuera enamorándose del oficio de viticultor.
«De chiquito mientras mi viejo podaba yo iba detrás tironeando las ramas. Él me mostraba como a una ramita la había cortado en un lugar y a la siguiente en otro distinto. A medida que le preguntaba me iba gustando cada vez más».
Don Cacho siempre tuvo un talento único y natural: Miraba la planta y ésta le hablaba. Adán cuenta que Don Cacho lo paraba frente a la planta y le decía: «Mirala bien. ¿Qué ves? ¿Qué te dice la planta? ¿Es vieja o joven? ¿Cuántos brotes tiene? ¿El brote es corto o largo? ¿El sarmiento es oscuro o pálido?… Y me explicaba. Nunca me dijo «esto se hace así». Me enseñaba a leer la planta».
Recuerda Don Cacho que una vez, mientras podaba junto a su abuela, esta le contó que una planta de vid se le había aparecido en un sueño y le dijo «Hazme pobre que yo te haré rica». Esa frase lo acompañó durante toda su vida de podador y esa sabiduría se la transmitió a Adán.
«Ser viticultor me dio muchas satisfacciones, pero lo más importante fue poder ver crecer a mis hijos, darles un estudio y enseñarles un oficio», se emociona Don Cacho cuando piensa en su legado.
Ya jubilado, Don Cacho suele revivir sus tiempos de podador ayudándole a Adán en su finca, la misma de donde salen los vinos de Onofri Wines, el emprendimiento que comparte con su mujer Mariana Onofri.
«Después de tantos años como viticultor, cuando me paro frente a una planta siento mucha emoción. Me apasiona trabajarla y lo que más disfruto es podar. La poda y el riego son fundamentales para la vida de la planta. Cada planta es distinta a la otra y hay que saber mirarla para entender dónde podar, cuántas yemas dejarle, cómo distribuir la carga… los libros ayudan, pero la experiencia es lo que más pesa en este trabajo.»
Ese tiempo compartido en el viñedo, padre e hijo juntos podando y divirtiéndose, es oro puro para ambos. «Vamos uno por cada hilera y mientras va podando mi viejo me mira de reojo viendo qué voy a hacer, esperando dónde voy a cortar. Entonces yo le amago un corte y me dice ¡NO! ¡Así no! Y yo largo la risa y se da cuenta que se lo hago a propósito. Es increíble, porque en su mente él ya la podó y sabe dónde hay que cortar», concluye Adán.
Para Don Cacho, su mayor felicidad está en la finca. Cuando camina entre las hileras con los ojos cerrados, acariciando las plantas, sintiendo el susurro del viento entre las hojas y el sol en la frente, agudiza el oído y escucha lo que ellas tienen para decir. Al abrir los ojos está sonriendo: nadie las entiende tan bien como él. Guarda el secreto y se siente en paz con la vida que le tocó.
Recien hoy leo esta nota Ale, es un resumen de la vida misma, de lo que queremos con nuestros hijos, enseñarles lo mas importante para cada uno de nosotros, en este caso fue sobre el vino, pero ese valor importante de transmitir de la mejor manera tus experiencias de vida a la próxima generación es el motor para arrancar cada dia. Felicitaciones por la «pluma».
Como siempre, muchas gracias por el feedback, Diego. Justamente de eso se trata. Me alegro que te haya gustado!